
| Domingo 3º de Adviento - Ciclo A 23 de diciembre de 2025 |
Un Mesías diferente al esperado
Juan Bautista esperaba una acción de Dios que restableciera la justicia; y como su concepto de justicia estaba limitado por su experiencia y por los textos del Antiguo Testamento, esperaba que la justicia de Dios comenzara por el castigo o, así lo dicen algunos pasajes de las antiguas escrituras, por la venganza de Dios contra los malvados.
Por eso duda al no ver en la actuación de Jesús señales de esa acción vindicativa; y Jesús le responde mostrándole un mesianismo distinto, que ofrece vida y liberación definitivas para los pobres y oprimidos.
| Texto y breve comentario de cada lectura | |||
| Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
| Isaías 35,1-6a.10 | Salmo 145,7-10 | Santiago 5,7-10 | Mateo 11,2-11 |
Ciegos, cojos, sordos, mudos
El sentido de la lectura de Isaías es idéntico al de la primera lectura del domingo pasado: después de anunciar un duro castigo -«el Señor está airado con todas las naciones, enojado con todos sus ejércitos, los consagra al exterminio, los entrega a la matanza...»- (Is 34,2), cambia el tono amenazador de la profecía para convertirse en anuncio de salvación: «El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa».
A diferencia del texto del domingo pasado, no será un rey, elegido y enviado por Dios el protagonista de esta acción salvadora, sino el mismo Dios: «Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona, resarcirá, os salvará». Pero, aunque en estos versos que leemos hoy no se nombra la justicia, la acción de Dios se enmarca en el mismo tipo de actividad: la atención a los más débiles, a los más desamparados.
Si, como piensan algunos expertos, estos dos capítulos constituyen una reflexión de Isaías sobre las causas del destierro, seguida del anuncio de que esa situación no es definitiva ya que se va a producir una intervención liberadora del Señor, entonces el fragmento de la profecía que hoy leemos (primera lectura) describe la esperanza de los exiliados: volverán y, cuando vivan en Jerusalén, las desgracias que lleva consigo todo destierro (la falta de libertad para moverse, para hablar y para escuchar, la tristeza y el miedo...) desaparecerán, lo que se describe con estas metáforas: «Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará».
Sin embargo, si leemos aisladamente e interpretamos este pasaje al pie de la letra, nada nos impediría entenderlo de manera más o menos milagrera y poco comprometida: Dios viene, lleno de lástima, a curar a los que padecen alguna minusvalía, a los ciegos, a los sordos, a los cojos y a los mudos... Pero esta interpretación no estaría demasiado de acuerdo con el mensaje de los profetas y, en concreto, con la profecía de Isaías. Y, además, presentaría un grave problema: ¿Por qué Dios ha dejado ya de curar a los ciegos, a los sordos, a los cojos y a los mudos? ¿Se ha terminado ya su compasión? ¿Se ha agotado su misericordia?
Las dudas de Juan Bautista venían por otro lado. Según él, la misión del Mesías consistía en ser el instrumento por medio del cual Dios iba a devolver a su pueblo la libertad, la dignidad y la justicia. Pero estaba convencido de que esta acción liberadora correría pareja con un severo juicio y el correspondiente castigo de los responsables de la ruina del pueblo. Por eso, sabedor de que estaba de la parte del Dios liberador de Israel, denunció con valentía los abusos de los poderosos, advirtió a los dirigentes religiosos y políticos (fariseos y saduceos) y al mismísimo rey Herodes de que Dios les iba a dar su merecido por ser los directos responsables de la injusticia (Mt 3,7-12; 14,3-4); y a la gente sencilla le dijo que se preparara, rompiendo con esa injusticia (Mt 3,2), para el difícil y terrible juicio que se acercaba de la mano del Mesías (Mt 3,11-12). Pero... Un día el rey Herodes, presionado por su amante, lo detuvo y lo encerró en la cárcel (Mt 4,3ss).
Seguro que entonces se le agolparon en la mente un torrente de preguntas. ¿Qué estaba pasando? ¿Cuándo se iba a realizar el juicio de Dios? ¿Cuándo iban a ser castigados, de una vez por todas, los culpables? ¿Cómo es que Dios no establecía ya con su poder la justicia? ¿Vencerían de nuevo los de siempre? ¿Se habría vuelto a olvidar Dios de su pueblo? Quizá aquél no era todavía el Mesías. Y si lo era, ¿por qué no hacía nada por librarlo de la cárcel?
Estas eran las dudas del Bautista. Y, para resolverlas, envió a unos discípulos suyos a preguntarle a Jesús: -«¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a otro?»
Vida y liberación
Jesús, en su respuesta, de juicio, ni habla; se limita a presentar su actividad y a mostrar que, en ella, se va cumpliendo el anuncio de vida y liberación contenido en el mensaje de los profetas, cumplimiento que constituye la garantía de su autenticidad: «ciegos ven y cojos andan, leprosos quedan limpios y sordos oyen, muertos resucitan, y pobres reciben la buena noticia».
Ahora podemos volver a la pregunta que dejamos antes sin responder ¿todo eso se ha acabado? ¿Fueron una serie de hechos maravillosos que ocurrieron hace veinte siglos y que ya se han terminado?
Curar las minusvalías, tanto en la profecía de Isaías como en el evangelio, en el que tal actividad se considera signo de la autenticidad del Mesías, significa simplemente esto: el mundo que Dios quiere es un mundo de seres humanos que puedan vivir su vida en toda su plenitud. La cojera, la ceguera y la sordera y el resto de las minusvalías representan todo aquello que impide a las personas realizarse como tales, todo aquello que las aleja de su vocación de ser imágenes vivas de Dios.
Pero una pregunta sigue abierta: ¿por qué Jesús no terminó su obra? ¿Por qué no acabó de una vez por todas con esas calamidades que parece que no dejarán nunca de hacer sufrir a la humanidad?
La misión de Jesús no consiste en resolver, por arte de magia, todas esas carencias: él nos abre los ojos y los oídos para que seamos capaces de descubrir esos problemas y nos ofrece su ejemplo, su Espíritu y su presencia, para que nosotros asumamos el compromiso de luchar para resolverlos, para conseguir superarlos. Él empieza la tarea, y a nosotros corresponde continuarla.
Las minusvalías del presente
Hagamos pues, una lectura actualizada de la palabra de Dios: ciegos están tanto los que no ven en el otro a un hermano, como los incapaces de darse cuenta de que su propia dignidad está pisoteada; sordos los que ya no tienen sensibilidad para estremecerse ni con la ternura de una muestra de afecto ni con el grito que sale de los estómagos vacíos de millones de hambrientos; cojos, los impedidos tanto para buscar como para acercarse a ofrecer ayuda; mudos aquellos a quienes el sistema neoliberal condena al silencio de la exclusión o al silencio de la comodidad egoísta e insolidaria. Y leprosos todos los que se ven obligados a vivir al margen de la sociedad, por sufrir una enfermedad o por ser diferentes... Y los muertos... los muertos de hambre, los muertos de los genocidios y las guerras, los muertos por luchar por la justicia, las muertas como resultado de la violencia machista, los muertos por la brutalidad propia de una sociedad violenta, que da culto a la violencia, que cree, que tiene fe en la fuerza de los violentos, en el poder que proporciona la violencia..., todos estos que ya están muriendo desde antes de que les llegue la muerte. Que estas y cualesquiera otras minusvalías se van superando, que tantas muertes se van venciendo, éstas son las señales de la presencia del Mesías.
Y la más importante de todas las señales: «pobres reciben la buena noticia»: que Dios quiere a los seres humanos y que, por eso, no quiere que sean pobres, que también para ellos es de justicia que haya plenitud de vida y libertad en plenitud.
Asumir las señales del Mesías
Todavía, en esta nuestras tierras abundan los cojos, los ciegos, los mudos, los hambrientos, los enfermos, los muertos.
Son muchos los que, procedentes de los países del llamado Tercer Mundo (explotado y expoliado por el primer mundo) han abandonado sus tierras de origen y llegan a los países ricos buscando lo que en los suyos se les niega: medios para una vida que merezca tal nombre, para una vida digna. Unos, quizá los menos, llaman antes de entrar, vienen con sus papeles en regla; otros, quizá la mayoría, entra a escondidas. Muchos, muchos, muchos... ni siquiera llegan, se quedan por el camino, no logran completar la travesía. Y los que consiguen llegar acaban, si pueden al fin quedarse, en las habitaciones del servicio, haciendo lo que a nosotros ya no nos gusta hacer. Son mudos, porque no les dejamos hablar; y sordos, porque hay quienes procuran que no se escuchen entre ellos; y cojos, porque sus posibilidades de movimiento están bastante limitadas. Y todo..., porque han sido empobrecidos, porque los hemos hecho pobres.
A todos ellos, y a todos los que este perverso sistema está convirtiendo permanentemente en ciegos y cojos, en mudos y sordos... les tenemos que anunciar con Jesús de Nazaret, con nuestra palabra y, sobre todo, con nuestro compromiso, y con nuestras pacíficas luchas, que sus males tienen remedio si somos capaces de acoger y poner en práctica el proyecto de mundo, el modelo de convivencia, el designio de liberación del Padre de Jesús que a todos nos quiere sus hijos, a todos nos quiere libres, nos quiere a todos hermanas y hermanos.
Esa será la señal de que hemos comprendido y asumido las señales del Mesías. Esa será la señal de que hemos entendido su mensaje, de que hemos asimilado su enseñanza y de que la ponemos en práctica continuando la tarea que él empezó.

2025